Ah, la tecnología, esa diosa moderna ante la cual todos nos arrodillamos. Nos prometió un futuro donde la realidad virtual y la realidad aumentada nos harían olvidar la tediosa existencia en el mundo real. Sin embargo, permitidme cuestionar: ¿estamos más cerca de ese paraíso digital o simplemente hemos cambiado una ilusión por otra?
La realidad virtual nos ofrece una evasión total, un escape de lo cotidiano. Pero no nos engañemos, es una realidad donde todo es perfecto, menos la conexión a Internet. Tal vez nos venden un mundo sin límites, pero ¿no es también un mundo sin responsabilidad? Un lugar donde los problemas del mundo real se pueden pausar con el botón de encendido.
Y aquí llega su hermana, la realidad aumentada. Aumentada, sí, como si la simple realidad no fuera lo suficientemente complicada. Ahora podemos sobreponer un mundo digital al mundo real, creando una amalgama confusa donde las líneas entre lo que es y lo que no es se difuminan más rápido que la batería de tu smartphone.
Las promesas de la tecnología a menudo vienen con un precio. En este caso, la desconexión humana. Esa maravillosa capacidad de hablar cara a cara, de sentir el sol en la piel, todo reemplazado por avatares y paisajes generados por computadora. ¿Y qué ganamos a cambio? Poder cazar monstruos imaginarios mientras caminamos por la calle, ignorando a la persona que nos pide indicaciones.
En el fondo, la pregunta es simple: ¿queremos una realidad aumentada o simplemente una realidad mejorada? Quizás en el afán de crear mundos nuevos, olvidamos que el que tenemos podría ser el más interesante si solo quisiéramos arreglarlo.