
Ah, los vehículos autónomos, esas maravillas de la tecnología que prometen llevarnos al trabajo mientras nosotros dormimos un poco más. ¿O tal vez hasta el fin del mundo? En una era donde el 2025 suena más cercano que el próximo lunes, las promesas de un coche que se conduce solo son casi tan emocionantes como la última actualización de tu teléfono: más cara y con un par de funciones que nunca usarás.
Las empresas tecnológicas, esos gigantes que una vez nos vendieron la revolución de las redes sociales y ahora quieren vendernos la revolución del transporte, no paran de lanzar cifras y precios que asustarían al mismísimo Rockefeller. Porque, claro, ¿quién no tiene unos cientos de miles de dólares para gastar en un juguete que todavía está aprendiendo a distinguir entre una señal de alto y un árbol de Navidad?
Si nos guiamos por las predicciones más optimistas, para el 2025 todos seremos pasajeros en nuestras propias vidas, dejándonos llevar por coches que saben más sobre tráfico que nosotros. O eso dicen. Yo, escéptico como siempre, me pregunto si estos vehículos también sabrán sortear las ironías de la vida moderna o si están programados para ignorarlas como hacemos nosotros.
Hablemos claro: ¿es esta tecnología realmente una necesidad o simplemente otro capricho del mercado? A la hora de la verdad, el gran debate no es si el coche puede aparcar solo, sino si el capitalismo puede seguir vendiéndonos problemas que no sabíamos que teníamos.
Así que, mientras esperamos que el futuro nos atropelle—digo, nos alcance—con sus innovaciones, vale la pena preguntarse si los vehículos autónomos realmente nos llevan hacia un futuro mejor o si solo son otro episodio en nuestra saga de dependencia tecnológica. Y, por supuesto, si no será más barato seguir usando el transporte público mientras nos reímos de estas promesas futuristas.