
En un mundo donde la tecnología se erige como el nuevo dios, la crítica tecnológica se ha convertido en un arte casi extinguido. Parece que hemos caído en un trance colectivo, donde cualquier nuevo gadget es recibido con aplausos sin pestañear. Pero, ¿qué sucede cuando la tecnología promete más de lo que puede cumplir? Ahí es donde el crítico entra en escena, si es que queda alguno.
La tecnología nos ha vendido la idea de una vida mejor, más rápida y eficiente. Sin embargo, entre el brillo de las pantallas y las promesas de la inteligencia artificial, a menudo olvidamos cuestionar las repercusiones. ¿Es realmente necesario que tu tostadora esté conectada a Internet? ¿O que tu reloj te diga cuándo respirar? La respuesta, estimado lector, es más complicada de lo que parece.
El impacto social de la tecnología es innegable, pero la falta de crítica es preocupante. Hemos creado una burbuja tecnológica donde la disidencia es considerada un acto de herejía. Aquí es donde la ironía hace su entrada triunfal: en un mundo de hiperconectividad, estamos más aislados que nunca. Las redes sociales, diseñadas para acercarnos, nos han convertido en adictos al like fácil y al comentario superficial.
En este contexto, el verdadero crítico tecnológico es aquel que no teme levantar la voz para cuestionar. Es alguien que ve más allá de la superficie brillante de las innovaciones y se pregunta: "¿A quién sirve realmente esta tecnología?" O mejor aún, "¿Quién se beneficia de nuestra dependencia tecnológica?"
La crítica tecnológica debería ser un ejercicio constante, no una excepción. Deberíamos celebrar a aquellos que, con mente inquisitiva y un toque de sarcasmo, nos invitan a mirar más allá del marketing y a explorar las verdaderas implicaciones de vivir en una sociedad cada vez más digitalizada.