
Ah, la Inteligencia Artificial (IA), ese prodigio del siglo XXI que promete transformar nuestras vidas de formas tan maravillosas que hasta Walt Disney parecería un amateur. Desde Marruecos hasta Hong Kong, pasando por Egipto y Pakistán, el mundo está embelesado con su potencial. Pero, ¿es realmente la IA la panacea tecnológica que nos venden?
Empecemos por el usuario, esa criatura que, en teoría, se beneficiará de todas estas innovaciones. Nos prometen asistentes virtuales que entienden el sentido lingüístico de nuestras peticiones, pero la realidad es que suelen ser tan útiles como un paraguas en el desierto. No importa si hablas en árabe, indonesio o cualquier otro idioma exótico; la confusión es universal.
Luego está el tema de la educación. La IA se presenta como el salvador de un sistema educativo anquilosado. Aplicaciones móviles prometen un aprendizaje personalizado, pero a menudo se convierten en simples distracciones. ¿Y qué decir de la gratuidad? Es un término que parece más una broma cruel que una promesa cumplida.
En cuanto al tratamiento de datos, es curioso cómo la IA se ha convertido en un agujero negro de privacidad. Las empresas recogen más datos que un paparazzi en el Festival de Cannes, prometiendo mejorar sus servicios, cuando en realidad parece que solo están mejorando su cifra de negocios.
Y no olvidemos el fenómeno de la perplexity, esa sensación de desconcierto que nos embarga cuando la IA toma decisiones por nosotros. Desde la fotografía hasta la evaluación académica, la inteligencia artificial parece más interesada en sustituirnos que en ayudarnos.
Así que aquí estamos, entre julio y septiembre, atrapados en una danza tecnológica que nos seduce con promesas y nos deja con más preguntas que respuestas. Y mientras tanto, seguimos esperando la revolución que nos prometieron.